jueves, 22 de noviembre de 2007

El Cotarro de la Horca II

Un pueblo, casi aldea, de esos de los de siempre rodeado de campos de trigo y vides, con sus típicas bodegas excavadas en el suelo con largos pasillos y numerosas recámaras con cubículos en las paredes donde poder guardar las botellas de vino y mantenerlas fresquitas.
Sus casas son de adobe, encaladas en blanco, con sus tejas llenas de musgo y líquenes. En el quicio de la puerta de una de esas casas se haya un campesino con su boina bien calada, un par de alpargatas con el esparto desgastado de las labores del campo, una camisa construida a base de retales sacados de una sábana ya ajada por el tiempo y en su boca una espiga que baila sobre sus labios de lado a lado.
Tras él aparece su esposa, señora con facha de Dulcinea del Toboso, trapo en mano y sonrisa complaciente –“Cariño ¿por qué no vas en busca de las niñas?, anda ¡ve!, que ya esta la mesa puesta”-

Sea la hora que sea en este lugar de Castilla, aquí siempre se respira paz, todos se saludan al verse, todos se conocen, no hay uno más ni uno menos, los niños corren tranquilos y para estas gentes eso es lo más importante.
-“¡Aurora!, ¡Rosario! ¿Dónde andarán las zagalas? ¡Niñas! ¡A comer que ya está madre en la mesa!”-
Entrando en la vega Tomás ve algo brillar, se acerca y lo ve. Un mandil blanco, un nombre bordado Rosario, una pequeña mancha color rubí –“¡Rosario!”-

Un trigal ondeando al son del viento, tres figuras se distinguen, dos niñas que siempre fueron una y un hombre desolado y lleno de ira y dolor.

¡Tín tan ton! ¡Tin tan ton! Tocan campanas a muerto en un pueblo unido por el dolor, salvo esas campanas, el único sonido de este pueblo hoy no son risas de niños, ni las mujeres cantando al lavar la ropa, hoy el viento arrastra el llanto de un pueblo entero… ¿Todo el pueblo?... –“¿Dónde está Luis? falta el chico de la Señá Eulalia.”
El Gentío corrió en dirección a la casa de la tendera y allí se agolparon hasta la llegada del Alcalde.

…Sonido de cadenas y gritos, olor a reo. Cinco condenados que se dirigen al cotarro, a la horca. Tomás desea venganza y corre el primero hacia el paseíllo. De pronto uno cae arrastrando a los que lleva tras de sí y por un impulso Tomás corre a socorrerle pero el verdugo, pisando fuerte, impide a Tomás acercarse elevándolo un palmo del suelo y susurrándole las palabras que le hicieron retroceder.
En ese momento sólo se le pasó una cosa por la cabeza –“Pobres reos”- y decidió que no quería ser partícipe de aquello, que ver sufrir a esos hombres no llenaba el vacío que dejaron sus niñas y que, quizá, sólo quería olvidar.

De vuelta a casa se oyó un gran clamor, gritos de regocijo, eso significaba que “el grande” cayó; todo había acabado y para él sus pequeñas corren aún entre los trigales y juegan a las manos con sus pequeños mandiles cubiertos de espigas y , quien sabe, quizá después de jugar traigan un melón de la fuente para el postre.

Un campesino apoyado en el quicio de la puerta, una espiga caída hacia un lado de la boca, tras de él su esposa, mirada triste y gesto de complicidad. Un abrazo, dos cuerpos en uno, unidos, más que nunca, para siempre.

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